La torre de cubos - Laura Devetach -(fragmento)

(...)Mamá no estaba. Tardaría en regresar trayendo su aromática bolsa llena de frutas y verduras. Cuando volviese, Irene la asaltaría y clavaría los dientes en el jugo abultado de las uvas. Entre tanto, armaba cosas con sus cubitos amarillos y rojos y hablaba con ellos mientras sentía el frío de los mosaicos. (...)La ventana estaba lista en el medio de la torre. Era así. chiquita. Como para que se asomase una persona del tamaño del dedo pulgar de Irene. La torrecita temblaba de miedo de romperse, pero se mantenía firme. (...) Primero parpadeó tres veces, luego cinco, porque desde el otro lado una cabra le sacó la lengua. (...) Se agachó nuevamente, espiando por el agujerito, y la cabra le dijo: "¡meee!" Irene no sabía que pensar. Espió de nuevo. Habia colinas azules y muchísimos durazneros en flor. Las cabras blancas subían y bajaban por una montañita de todos colores. (...)Era una verano tierno, de durazneros. Era un cielo liso como dibujado en la arena por la palma de una mano. Eran unas briznas de lenguas mojadas y allá, a lo lejos, enroscando humaredas desde las chimeneas, un grupo de casitas. En pueblo Caperuzo todos tomaban té con miel a las cinco de la tarde.(...)
-nosotros defendemos, -explicaron-,defendemos al que lo necesita. (...)
-defendemos a los negros, cuando los blancos los desprecian. Les susurramos al oído: "negro, negro, tu cuerpo es brillante como la piel de la manzana, tu cuerpo es bueno y buena es tu cabeza. Tus manos son raíces que fuera de la tierra morirían. Hay que enterrarlas, aquí, y crecer y transformar los jugos del mundo para dar frutos. Negro, negro, -así les decimos-, hay que trabajar y aprender y enseñar hasta que cada brizna del campo reconozca tu buen cuerpo brillante como una manzana". (...)Los duendes de colores la llevaron a las colinas azules. Colgaban de los durazneros ligeros columpios, en los que Irene se hamacó riendo. La boca se le llenaba de viento con sabor a té. (...) El sol era un jugo lento sobre las colinas azules, Irene pasó toda la tarde conociendo maravillas. Aprendió a hacer delicadas torres de arena, a llamar a los peces rojos, a remontar barriletes desde los barquitos pardos. Cuando cayó la noche las aguas color membrillo se pusieron mas intensas y un incendio de estrellas se volcó en la superficie de las colinas. Las casitas seguían enroscando humaredas con sus chimeneas. Al acercarse al pueblo dejaron atrás el claro garabato de los durazneros. (...) Irene se sentía feliz allí. El olor a pan y a durazneros le llenaba el cuerpo. Las casitas caperuzas eran pepitas de luz suspendidas entre las colinas. (...) Irene cantó una alegre canción con los caperuzos y luego pensó que debía regresar. Un pequeñito apilaba cubos dorados. Al mirar por la ventanita de la torre, Irene vió a mamá que la buscaba por la casa. Sus aromáticas bolsas de frutas y verduras estaban en el piso, junto a los cubitos amarillos y rojos. Se levantó la pollera y el vértice de sus piernas rozó apenas la torre dorada. Con los dedos en manojo arrojó un beso para los caperuzos y corrió a morder el jugo de las abultadas uvas de mamá. Estaba segura de que si se lo proponía, su casa sería muy pronto una casa de caperuzos.

viernes, 21 de agosto de 2009

S i l e n c i o


En el aire levita,



absurdo,



el error que no fue.





Y entre la fuga y la explicitud,



vuelve a clavarse,



inerte,



el silencio.

viernes, 13 de marzo de 2009

Ambivalencia


Se hamaca entre las dos extremidades
La gravedad empuja, de una punta a otra,
la distancia entre ambas
Varios sentimientos encontrados y un trayecto que los atraviesa

El péndulo va calando en la sien
un zumbido incesante
que vuela sobre los ojos

En el trayecto no se distinguen las diferencias
Sólo una masa uniforme, mezcla de antagónicos
Que zumba
Que zumba

Péndulo que dictamina la sentencia
se suspende en el aire,
flota y se desplaza con seguridad de plomo

Lento

Pesado

zumba

zumba

martes, 13 de enero de 2009

palabras fuera de estación

Vacío bordeando la anestesia. Anestesia de un tiempo vacío. Tiempo que se llevó lo poco que quedaba, de cordura. Los pasos no se sienten, cual si no tuviera peso el cuerpo. (Lleno de vacío el cuerpo no puede pesar). Pareciera sentirse que los sentidos se anulan, se apagan mientras dura la anestesia.
Empieza a hacer efecto. Casi ya no se siente. Nada. Pasan cosas. Y nada. Retumba el vacío por dentro, resuenan huecos en la piedra.


Y ahí, donde no llega la luz, se esconde. Habita desde tiempos inmemorables. Nadie consiguió sacarlo aún de allí. Acurrucado entre sus piernas, murmura la angustia de siglos de horror. Murmura, entredientes, y tiembla. Tiembla de frío, de miedo, de odio acumulado. Su piel ya se olvidó de la caricia de la luz del sol. Se olvidó también de la caricia de otra piel rozándolo y del pasto bajo sus pies. Pero, como ni siquiera recuerda todo eso y otras tantas cosas esenciales, no guarda rencor, no por eso, no. Es el miedo el que llena su existencia, y la reduce a la cueva.

Y mientras tanto, afuera el frío pega en la cara. Corta los labios que no llegan a esconderse dentro de la bufanda. Corta en rebanadas las melancolías de los que no llegan a esconderse de la impiadosa remembranza que provoca, cada vez que llega, impiadoso, el invierno.
Las luces, los semáforos, los autos. La gente cruza. Rápido. El suelo, sucio, abusado, despojado, cobija de otros. El frío corta en rebanadas el aire, y no deja nada, nada, sin atravesar por el cruel filo de la mitad del año. Los pedazos de paisaje hacen lo que pueden por juntarse. Pero no hay caso. Ya no son lo mismo. Están despedazados. Entre un pedazo de cielo de noche y las luces de la calle, corre un hilo de sangre. Allí yace el paisaje, malherido.