Olas. Olas. Las hay pequeñas. Las hay medianas. Las hay
grandes. Las hay gigantezcas. Fugases, pero tan intensas como sólo alcanzan a
serlo aquellas sensaciones que duran apenas instantes.
El cielo siempre nublado. El cielo plagado de nubes, carente
de azul al alcance de la vista, comienza a ser invadido de agua. ¿Correr?
¿Buscar? ¿Los demas? Tan en vano como inevitable. La angustia avanza por dentro
como el agua por fuera.
El cielo se llena de agua. Va trepando, el agua, por el
cielo. Sube, trepa, desde la superficie del mar, la ola. Sube y no deja de
subir, también, el vértigo en la panza. Con sólo elevar la vista y ver como va
emergiendo, la ola. Cómo se construye, la que instantes después, arrastrará
todo. Una rara alegría, sonrisita cínica del interior, contra-instinto / antiespecie, se me ríe de la desesperación del cuerpo, paralizado o
amagando a correr.
Mientras crece en el aire, desde el mar y en dirección al cielo, va
succionando viento, agua y todo objeto que encuentre a su paso. Necesita tragar,
con voraz impaciencia, para crecer. Cuando ya se siente satisfecha con el
banquete, y con la suficiente imponencia, se lanza, en caída libre, en
dirección a la costa, para cubrirlo todo en un abrazo eterno.